Poesía de Sinaloa
Un Héroe de Sinaloa
De: Juan de Dios Peza
¡Cómo engaña la apariencia!
¡Cómo desmiente el aspecto!
¡Cómo se engaña el que juzga
el alma según el cuerpo!
El bravo Antonio Rosales
era de exterior modesto,
de una estatura mediana,
de ojos claros y serenos;
bigote negro poblado,
obscuro y lacio cabello,
las cejas juntas y espesas,
de hablar pausado y discreto.
Desde los tristes instantes
en que Juárez dejó a México,
y junto con sus ministros
llevó a San Luis el Gobierno,
Rosales fue a presentarse
con afán al ministerio,
y pidió lo incorporasen
a los cuerpos del Ejército
que a batir al enemigo
estuvieran ya dispuestos.
Como era un desconocido
inspiró a todos recelo,
y al punto le preguntaron
su partido y sus proyectos.
-«Mi partido «, respondióles,
«lo ignoro, pues no lo tengo».
«Yo no defiendo personas
sino a la patria y al pueblo
y mi proyecto se cifra
en lograr de mi Gobierno,
que a batir a los franceses
a mí me mande el primero».
Como nadie hiciera caso
a tan honrados deseos,
quizás por otros asuntos
de más trascendencia y peso,
o también porque inspirase
aquel hombre algún recelo,
volvióse callado y triste
a vivir a extraño puerto,
dejando para más tarde
mirar su afán satisfecho.
El sabio Ignacio Ramírez,
aquel filósofo egregio
que de Catón tuvo el alma
y la lira de Tirteo,
cuando en Mazatlán anduvo,
mil amarguras sufriendo
conoció a Antonio Rosales
profundizó sus anhelos,
y orgulloso de tratarlo
escribió a Guillermo Prieto:-
-«Ya encontré al hombre que puede
ser héroe para el pueblo;
águila que busca espacio
para remontar el vuelo;
ya verás llegado el día,
si digo verdad o miento «.
Diez meses después de dichos
estos solemnes conceptos,
cuando en Culiacán esperan
al invasor extranjero,
Rosales a sus soldados
los organiza en silencio
y se queda a pocas leguas,
para encontrarlos dispuestos,
en el alegre y tranquilo
pueblecillo de San Pedro.
Cerca de trescientos hombres
con escasos elementos,
resisten el rudo empuje
del invasor altanero,
que con fuerzas imperiales
atacan con gran denuedo.
Rosales, con una audacia
propia de aquellos momentos,
después de emboscar dos piezas
y reservar en el centro
cien hombres, se lanza osado
el enemigo, embistiendo
con una pequeña escolta
que combate cuerpo a cuerpo.
Los invasores lo envuelven
y juzgan el triunfo cierto,
al punto que por los flancos
los hiere el compacto fuego
de los infantes que estaban
emboscados en el pueblo.
Pocas horas de combate
dan a Rosales el éxito;
el enemigo le deja
cerca de cien prisioneros,
con Gazielle, el comandante,
y ocho oficiales apuestos.
Sobre el campo se miraban
los heridos y los muertos,
banderas, parques, medallas
y cañones y trofeos.
Un argelino acercóse
a Rosales, todo trémulo.
y quiso besar su mano;
pero el jefe, sonriendo,
le contestó: -«No acostumbran
los hombres besarse en México «.
Un jefe de tiradores
llorando, de rabia ciego,
se niega a entregar su espada
que se la pide un sargento,
pero Rosales le dice:
«Dadla, sois mi prisionero».
Y entonces Gazielle la suya
dar quiere al bravo guerrero,
quien le dice: «Vos sois digno
de conservarla en su puesto”.
No hay palabras que describan
la nobleza y el respeto,
que usó Rosales con todos
sus vencidos prisioneros.
Ningún acto de violencia,
ningún rencor, ningún hecho
que revelase venganza,
envidia, crueldad o celo.
Rosales se mostró grande,
fusto, generoso y bueno,
y dio gloria al libre Estado
que adora su nombre excelso,
eternizando en la historia
la batalla de San Pedro.
Tomado de; Presagio, Revista de Sinaloa; numero 67, páginas 12-13
