Poetas de Sinaloa
Margarita Ramírez de González
LEYENDA
En la noche de los tiempos
el Cosmos vertió una lágrima,
que convertida en estrella
se deslizó en las galaxias;
y rodando en el espacio
con luz misteriosa y blanca
por las rutas siderales
que atraviesan la Vía Láctea,
quiso arrimarse a la Tierra
para de cerca mirarla.
Como bólido celeste
hasta la atmósfera baja
y contempla de la Tierra
la hermosura soberana.
Ve el azul de los océanos
y las llanuras del Asia,
ve las estepas boreales
y el Pico del Aconcagua.
Ve la cresta de los Alpes
y las selvas africanas,
la cuenca del Amazonas
y los torrentes del Niágara.
La estrella se complacía
mirando belleza tanta.
En un punto de la tierra
que precisamente marca
la mitad del continente
que América el mundo llama,
ve un majestuoso volcán
junto al valle del Anáhuac,
cuyo cráter palpitante
es un círculo de llamas
blancas, purpúreas y rojas,
amarillas y moradas.
Los colores deslumbrantes
de aquellas inmensas flamas
despertaron en el astro
obsesión terca y extraña;
y aquella estrella sensible
que precedía de una lágrima,
que en la noche de los tiempos
la faz del cielo mojara,
se enamoró del volcán
con locura apasionada.
El volcán que lo sabía
con su fuego la llamaba,
lanzando frases de amor
en forma de llamaradas.
La estrella inquieta y errante
ya no siguió a sus hermanas,
sólo miraba el volcán
inmóvil y solitaria.
Y murieron mil ocasos
y nacieron mil mañanas,
y el volcán seguía gimiendo
y la estrella suspiraba.
Cierto día en que el zodíaco
el equinoccio marcara,
al entrar la primavera
en el valle del Anáhuac,
el volcán lanzó un rugido
y sus policromas llamas
se elevaron más que nunca
hacia la estrella lejana,
pidiéndole con vehemencia
que hasta la Tierra bajara.
Las súplicas conmovieron
a la estrella enamorada,
y envuelta en su blanca luz,
como novia dulce y casta,
se desprendió del espacio
temblorosa y fascinada.
El volcán la recibió
en su cráter de oro y grana,
y ante el abrazo nupcial
la Tierra tembló azorada;
las llamas se consumieron
y la vecina comarca
fue cubierta de ceniza
y de ardiente y negra lava
desprendida del volcán
que de amor agonizaba.
En páramo desolado
quedó un jirón del Anáhuac,
como un eterno testigo
ante los siglos que pasan,
de las bodas del volcán
y la estrella que fue lágrima.
En las faldas del Ajusco,
entre las grietas de lava,
nace una flor peregrina
que hoy lleva por nombre dalia:
tiene forma de una estrella
y pétalos como llamas
blancas, purpúreas, rojas,
amarillas o moradas.
Según cuentan las leyendas,
Quetzalcóatl la veneraba
y Moctezuma besó
su corola una mañana,
al ofrendarla a los dioses
en solemne acción de gracias.
Cuando Hernán Cortés entró
por la vieja Ixtapalapa
y vio al borde del camino
la hermosura de las dalias,
un relámpago de asombro
brilló en sus pupilas de águila.
Los humildes franciscanos
a los indios encargaban
para el altar del convento
el diario ramo de dalias,
que en profusión florecían
en escondidas chinampas,
y que cortaba el nativo
bajo el lucero del alba.
Y los adustos virreyes,
y las nobles castellanas
que en opulentos palacios
Vivían en la Nueva España,
prendían en el terciopelo
y en los encajes de Holanda
el alfiler con brillantes
que aprisionaba una dalia.
Y el soñador Archiduque,
el de las barbas doradas,
la prefirió entre las flores
que cultivó en Cuernavaca.
Se dice que en los saraos
y en las fiestas del alcázar,
Carlota siempre lució
en su corpiño una dalia.
Con pétalos de esta flor
pinta el indio de Huamantla
año por año, en septiembre,
la alfombra guadalupana.
Hoy el mundo ha proclamado
que la flor que un día brotara
entre las grietas oscuras
y los peñascos de lava,
es emblema colorido
de la tierra mexicana.
Pero nadie ha descubierto
el secreto de la dalia,
que a mí me confió un poeta
con la voz emocionada:
es la hija del Ajusco
y la estrella que fue lagrima.
